No sé cómo me he metido por este camino. Pensé que
era un atajo y resulta que ahora voy a tardar el doble. Mira que ya me lo había
dicho la Juliana. “Si lo que quieres es dar una vuelta por el campo, coge el
sendero de “Los Pollos”, que tienes un paseo bien bonito. Nada más pasar la
choza que queda a la izquierda, date la vuelta y, entre que vas y vienes, ya
has andado más de una hora”. Así que la dejé ahí renegando de “la manía que
tienen los jóvenes ahora de andar sin tino ni camino” y seguí sus
instrucciones.
El caso es que aquí estoy en mitad del campo, sola, sin cobertura de móvil y
perdidísima. Hace rato que cogí una pequeña senda que salía a la derecha, un
poco más allá de la choza. Me dije a mí misma: “Seguro que la vieja no me ha
dicho nada de atajos por no confundirme. Debe pensar que los de ciudad somos
idiotas y por eso me ha dicho simplemente que me vuelva por donde he venido”.
Así que seguí caminando por el supuesto atajo, confiando, sin saber por qué, en
mi sentido de la orientación.
La verdad es que podía haber hecho lo que me había dicho. La Juliana tenía
razón. Ha sido un recorrido bien bonito. Un camino ancho de tierra allanada con
algunos desniveles y curvas ligeras que asciende suavemente hacia la sierra. A
ambos lados unas vistas hermosas de almendros salvajes, encinas y todo
tipo de arbustos aromáticos: romero, tomillo, manzanilla… A medida que me he
ido adentrando en la sierra los pinos han comenzado a sustituir a las encinas y
al llegar a lo que se suponía debía ser el punto de vuelta atrás he dado con un
inmenso pinar donde no he podido resistir el impulso de tumbarme sobre el suelo
cubierto de agujas. Con los ojos cerrados he oído el viento susurrar entre las
copas de los árboles y los pájaros silbar, y he aspirado el olor a resina y a
libertad. Durante unos minutos he sido capaz de dejar mi mente en blanco
y no he tenido miedo. Pero al rato el jodido sentido común me ha dicho:
“Levántate y no hagas más el idiota, que dicen que por aquí hay muchos
jabalíes”.
Al abrir los ojos he visto una senda estrecha apenas
visible entre los pinos que se inclinaba hacia abajo torciendo aparentemente en
dirección hacia el pueblo. Me ha dado la sensación de que podía salir a la
altura de Las Eras. Así que sin pensarlo más me he metido entre los pinos y
aquí estoy. Son tan tupidos que en algunos trechos apenas entran los rayos del
sol. Eso me agobia un poco porque miro el reloj y son las 6:30 de la tarde.
Estamos en abril y debe quedar poco tiempo de luz. Intento disfrutar del
paisaje, de los olores del bosque cada vez más intensos y de los sonidos que
puedo percibir cada vez más claros y más cerca. Llevo casi tres cuartos de hora
caminando por el campo, apartada de la civilización y de mi vida. Es exactamente
lo que quería pero empiezo a echar de menos cosas tan prosaicas como mi sofá,
mis zapatillas o un café calentito. No sé por qué pero también añoro mi cama y
las madrugadas perezosas con Juan a mi lado…
Siempre escojo el camino más difícil. Es un hecho.
En cada uno de los momentos claves de mi vida en los que hay dos alternativas:
la sencilla y la enrevesada, elijo siempre la segunda. Debo ser masoquista
porque lo más gracioso es que, tarde o temprano, llego al mismo sitio que si
hubiera elegido el camino fácil. Eso sí, llego exhausta y tardo el doble. Como
ahora. Tengo hambre y estoy cansada y asustada. No sé por qué cada vez
recuerdo con más nitidez mi casa, a mi marido esperándome con su sonrisa llana
y sus abrazos cálidos. Tengo ganas de llegar ya. Supongo que la Juliana se dará
cuenta si no vuelvo. Es un pueblo pequeño, la gente siempre está al tanto de
todo. Sobre todo los viejos, que no tienen nada que hacer y todavía tienen ese
sentido de la vecindad que se ha perdido en las ciudades.
Oigo crujidos de ramas por todas partes. Serán los bichos
del campo. Por aquí no debe pasar un alma casi nunca. Seguro que no están
acostumbrados a ver gente. Espero que estén tan aterrados como yo y se escondan
de mi vista. Lo cierto es que es hermoso todo esto y el paseo se está
convirtiendo en una experiencia muy real. Es lo que quería, ¿no? Como cuando lo
mandé todo a la mierda para vivir una historia de verdad con Pablo.
“Arrepiéntete siempre de lo que no has hecho, no de lo que has hecho”, me digo
a mí misma sin mucho convencimiento. Una frase muy bonita y muy complicada de
poner en práctica.
Hace seis meses me encontraba en un momento duro.
Pensé que estaba enferma. No sabía muy bien qué era, pero era como si me
faltase el aire, como si se me hubiera abierto un boquete en mitad del estómago
y me fuera tragando a mí misma poco a poco. El trabajo, la casa, los niños, el
marido, la rutina. La bendita rutina de mi vida gris. Entonces apareció Pablo y
me mostró una vía alternativa de emociones que creía olvidadas. Fue como si de
repente tapara el agujero por el que me estaba muriendo y me llenara de
vitalidad. Dejó de importarme todo. Tan sólo quería sentir esa sensación de
embriaguez que me llenaba cada vez que me hacía el amor en su apartamento
repleto de objetos exóticos traídos de lugares a los que yo siempre quise ir y
no pude, de los libros que yo no había escrito y en mi lugar lo hizo él, de la
vida que yo había soñado cuando era más joven y que se había transformado en un
matrimonio con hijos convencional. Con él, por primera vez en mucho tiempo, el
mundo dejó de devorarme y empecé a devorarlo yo.
Pero, como se suele decir, es peligroso conseguir lo
que deseas, adentrarte en caminos tan tentadores. Al final, no todo es como
parece y yo no soy la que pretendí ser, sino la que soy. Madre, esposa, trabajadora,
una mujer anónima con una vida sencilla y cómoda. Echo de menos a mis hijos,
levantarme cada mañana y darles un beso a cambio de sus gruñidos matutinos,
despertarme a las ocho los sábados con sus gritos y sus risas, hacer un cocido
a toda prisa para bajar a dar un paseo por el barrio y tomarnos el aperitivo en
el bar cutre de siempre con los amigos simples de siempre. Y sobre todo, echo
de menos los abrazos de mi marido, Juan. Él me recogía cada vez que me caía al
suelo y me sentía a salvo…
Ya casi es de noche. Los pinos se están
transformando en figuras espectrales y la probabilidad de tener que pasar la
noche al raso es cada vez mayor. El pánico se apodera de mi estómago y voy a
vomitar. Quiero volver a casa. Si pudiera encontrar el camino
de vuelta al pueblo, a mi vida… Creo que a lo lejos veo unas luces, pero ya no sé si
son imaginaciones mías. A pesar de que se me están quedando las piernas
entumecidas del frío, me obligo a seguir para averiguarlo. Por fin, ahí está. A
lo lejos se ve el pueblo. Ya casi sueño con el baño que me voy a dar en la casa
de mis abuelos en cuanto llegue. Fue una suerte conservarla y que nadie suela
venir. “No hay mejor lugar para perderse”, me digo.
Miro el móvil y me sorprendo de que tan sólo haya
pasado una hora desde que salí. Estoy dejando atrás el bosque y siento que una
parte de mí se ha quedado ahí dentro, pero no la echo de menos. Al contrario,
me siento más ligera. Ha vuelto la cobertura y necesito hablar con alguien para
decirle que estoy aquí y que estoy viva. Marco automáticamente y no me doy
cuenta de a quién estoy llamando hasta que la voz grave y serena de Juan me
contesta. “He vuelto”, le digo con un hilo de voz. Él me contesta: “Te estaba
esperando”.