Llueve, hace frío y no hay ni un alma por la calle. Es un día oscuro y gris de invierno que no invita a sentirse especialmente feliz. Suerte que tengo un techo donde resguardarme, aunque por encima de mi cabeza pase el tráfico. No me importa, para mí es perfecto. Además, ayer encontré tirados junto al contenedor del papel unos periódicos pasados. Lo que para algunos es incívico para mí es una bendición. Los recogí como pude y conseguí meterlos dentro de mi humilde caja de cartón y ahora tengo un colchón blandito. No necesito mucho más. Bueno, comida, por supuesto, pero Angelines se ocupa de eso todos los días excepto cuando se va de vacaciones. Menos mal que no suele ocurrir muchas veces.
Hoy, como es Navidad, tengo de menú cordero asado y una cosa de color morado que no sé muy bien qué es, pero como soy agradecido pienso al menos probarla. Qué haría yo sin esta mujer, un ángel venido del cielo para mí.
Sin embargo esta mañana me he levantado con una sensación extraña en la boca del estómago, como un nudo que se empeña en no pasar por mucho que intentes tragar. No sé qué será… El caso es que oigo voces cantar desde las casas cercanas, y está lloviendo, y hace un frío que pela, y Angelines se acaba de ir dejándome el plato lleno, eso sí. La veo alejarse arrebujada en su abrigo de piel con su elegante paraguas mientras yo me hago un ovillo dentro de mi cajón lleno de goteras... Y me pregunto por qué Angelines no me lleva con ella.