Durante horas estuvieron los amantes juntos, acariciando sus cuerpos, besando sus bocas y entregándose a los eternos juegos del placer. Él susurraba palabras de amor en el oído de su amiga y ésta, con sus profundos ojos oscuros, le miraba complacida, sonriéndole, besándole con renovada pasión.
Pasó el tiempo y el olvido lo cubrió todo. Una tarde la recordaba dulce, serena. Su cuerpo blanco y ágil y sus labios dispuestos a recibir siempre su amor, mientras miraba sumido en una extraña tristeza las gotas de lluvia pegada al cristal. De repente se preguntó ¡dónde estaría, qué sería de ella! Hacía ya tanto que no volvió a llamarla.
Sintió melancolía de aquellas noches agradables y quiso volver a la habitación del viejo hotel en el que la vio por última vez, tan dulce y tan lejana. Quiso hablar con ella y marcó su número. Una voz rota, de mujer vieja, le contestó en tono pausado.
Frente a la ventana en la que ambos se abrazaron fuertemente por última vez se esforzaba en comprender las palabras que la mujer le dijo por teléfono. Y su mirada fija en el cristal que, empañado de su aliento, devolvía dos palabras escritas hace mucho. Las últimas de su amante: “yo también”