João
está sentado en el patio de su casa. Mira sin apenas ver cómo arde el monte,
cada vez más cerca. Un humo denso cubre
el cielo y llenándolo todo de olor a quemado. Su hija María le coge la mano. No se irán a
ninguna parte. Si el destino quiere que acaben
carbonizados entre las paredes de su casa, así será. Intenta al menos que João no se asfixie, le moja la cara y le
afloja la camisa para aliviar el calor sofocante. A su lado tienen el pozo
aunque está casi seco: apenas medio
metro de agua en el fondo. Vano
consuelo, porque ella sabe tan bien como él que será imposible bajar hasta allí
con un viejo de ochenta y cinco años cargado a cuestas.
A João
le lloran los ojos por el humo que le rodea, pero también le lloran desde
dentro. Desde sus recuerdos infantiles, cuando podía ver con claridad los alcornoques
y robles que aún crecían al pie de su aldea. Joao aprieta con fuerza los párpados, se
concentra y consigue tumbarse entre la maleza. Con los ojos cerrados vuelve a
escuchar el canto de los “carrapitos”,
los carboneros y los herrerillos alborotando alegres entre olmos, abedules y fresnos. Casi olvida la sonrisa de su nieto anunciando
que le contrataban en la fábrica de papel y el silencio de sepulcro que
trajeron los malditos eucaliptos. Esos árboles cuyo único visitante es el fuego,
puntual cada verano con su canto horrendo
de llamas chasqueando.