Habría sido muy eficaz. Estaba seguro. Habría podido incluso con los nudos rebeldes de Marinita por las mañanas… si el destino le hubiese llevado a la planta de fabricación de artículos de peluquería en vez de a la de cuberterías. Tenía un cuerpo brillante y espigado, de un acero anodino como cualquiera, pero todo sea dicho, con unas bonitas incrustaciones en oro: dos letras, la S y la T. La S por Susana y la T por Tomás. Se dijo que debía estar orgulloso pues no era un tenedor cualquiera, de los que se usan a diario para pinchar trozos de filete de segunda o vulgares tortillas francesas. Había sido encargado ex profeso para formar parte del ajuar del matrimonio García-Medina y descansar en su estuche junto con los demás componentes del regimiento a la espera cada Navidad de lucirse trinchando pavos, conteniendo sopas de marisco o cortando solomillos. Cada Navidad. Una vez al año. Una vez cada 365 días, a veces cada 366.
Menos mal que Jaime, el pequeño se aprendió pronto el escondite del cajón de los cubiertos y jugaba a hacer música con ellos a la primera de cambio. En esas ocasiones él siempre se las arreglaba para desaparecer bajo el sofá o para ser oportunamente empujado por un zapato al descuido y lo más cerca posible del baño. Desde allí suspiraba con ser un peine de finas púas y recorrer todos los días las melenas femeninas de la casa: la de Susana y por supuesto la de Marinita. Esos cabellos ondulados, de color miel le atraían de una forma irresistible. Envidiaba la colección de peines y cepillos que descansaban en perfecto orden de formación sobre la encimera del baño, siempre dispuestos a convertirse en un sagaz instrumento de tortura o de placer según la mano que los esgrimiese. Pero siempre acababa localizado y convenientemente guardado en su ataúd colectivo de terciopelo azul marino Allí, rodeado de mudos cubiertos a los que tanto les daba que fuera a acabarse el mundo mañana mismo su infelicidad, si es que los tenedores pueden sentirla, crecía un poquito más y se sentía desesperanzado.
Por eso el año que Marinita se empeñó en que pusieran espaguetis en Nochebuena y Susana accedió “a ver si por lo menos come algo, que esta niña se nos muere de hambre” casi no daba crédito. Y cuando en el reparto cayó en manos de la niña decidió creer en los milagros. Nunca en la historia de la cocina hubo unos espaguetis tan bien peinados.
1 comentario:
Sara, genial estas aventuras del tenedor enamorado. Que muestra que nos acompañan y tienen sentimientos, como debe ser.
Un abrazo.
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