lunes, 23 de julio de 2012

Versos azules para almas incoloras (VII)


Quiero volver a la infinitud
de la nada.
Y perderme para siempre
en el tiempo y la distancia.
Quiero volver donde estaba,
donde no estaba antes.
Y permanecer en perfecta unión
con el ser originario del final.
Quiero volver a la eternidad
de la abstracción,
donde no existe el recuerdo.
Quiero ahogarme, y alejarme,
y perderme para siempre en el recuerdo.
Quiero volver. Volver constantemente.
Volver infinitamente. Volver.


lunes, 16 de julio de 2012

Versos azules para almas incoloras (VI)


Harén. Lo prohibido.
Quiero hacerlo. Penetrar en la muralla
que guarda la selva de pasiones.
Quiero arder y morir
congelada un momento después.
Quiero sentir como corren por mis mejillas
lágrimas de sangre caliente
y descienden por todo mi cuerpo,
y caen a mis pies.
Y se unen a las tuyas
que caen a tus pies.
Y se mezclan, y nos inundan
llevándonos consigo un torrente rojo
de amor, odio y dolor.
Para al fin depositar nuestros cuerpos,
juntos, en una playa blanca D
donde el sol no brillará jamás
sin nuestro permiso.
Quiero perseguir como una loca mis impulsos.
Quiero correr detrás de ellos
a través de infinitos mundos de sentimientos.
No me importa sufrir. No me importa morir.
Quiero morir si ése es el precio…
si ése es el precio de la vida.


viernes, 13 de julio de 2012

El camino difícil




          No sé cómo me he metido por este camino. Pensé que era un atajo y resulta que ahora voy a tardar el doble. Mira que ya me lo había dicho la Juliana. “Si lo que quieres es dar una vuelta por el campo, coge el sendero de “Los Pollos”, que tienes un paseo bien bonito. Nada más pasar la choza que queda a la izquierda, date la vuelta y, entre que vas y vienes, ya has andado más de una hora”. Así que la dejé ahí renegando de “la manía que tienen los jóvenes ahora de andar sin tino ni camino” y seguí sus instrucciones.

        El caso es que aquí estoy en mitad del campo, sola, sin cobertura de móvil y perdidísima. Hace rato que cogí una pequeña senda que salía a la derecha, un poco más allá de la choza. Me dije a mí misma: “Seguro que la vieja no me ha dicho nada de atajos por no confundirme. Debe pensar que los de ciudad somos idiotas y por eso me ha dicho simplemente que me vuelva por donde he venido”. Así que seguí caminando por el supuesto atajo, confiando, sin saber por qué, en mi sentido de la orientación.

        La verdad es que podía haber hecho lo que me había dicho. La Juliana tenía razón. Ha sido un recorrido bien bonito. Un camino ancho de tierra allanada con algunos desniveles y curvas ligeras que asciende suavemente hacia la sierra. A ambos lados unas vistas hermosas de almendros salvajes, encinas y todo tipo de arbustos aromáticos: romero, tomillo, manzanilla… A medida que me he ido adentrando en la sierra los pinos han comenzado a sustituir a las encinas y al llegar a lo que se suponía debía ser el punto de vuelta atrás he dado con un inmenso pinar donde no he podido resistir el impulso de tumbarme sobre el suelo cubierto de agujas. Con los ojos cerrados he oído el viento susurrar entre las copas de los árboles y los pájaros silbar, y he aspirado el olor a resina y a libertad.  Durante unos minutos he sido capaz de dejar mi mente en blanco y no he tenido miedo. Pero al rato el jodido sentido común me ha dicho: “Levántate y no hagas más el idiota, que dicen que por aquí hay muchos jabalíes”. 

        Al abrir los ojos he visto una senda estrecha apenas visible entre los pinos que se inclinaba hacia abajo torciendo aparentemente en dirección hacia el pueblo. Me ha dado la sensación de que podía salir a la altura de Las Eras. Así que sin pensarlo más me he metido entre los pinos y aquí estoy. Son tan tupidos que en algunos trechos apenas entran los rayos del sol. Eso me agobia un poco porque miro el reloj y son las 6:30 de la tarde. Estamos en abril y debe quedar poco tiempo de luz. Intento disfrutar del paisaje, de los olores del bosque cada vez más intensos y de los sonidos que puedo percibir cada vez más claros y más cerca. Llevo casi tres cuartos de hora caminando por el campo, apartada de la civilización y de mi vida. Es exactamente lo que quería pero empiezo a echar de menos cosas tan prosaicas como mi sofá, mis zapatillas o un café calentito. No sé por qué pero también añoro mi cama y las madrugadas perezosas con Juan a mi lado…

          Siempre escojo el camino más difícil. Es un hecho. En cada uno de los momentos claves de mi vida en los que hay dos alternativas: la sencilla y la enrevesada, elijo siempre la segunda. Debo ser masoquista porque lo más gracioso es que, tarde o temprano, llego al mismo sitio que si hubiera elegido el camino fácil. Eso sí, llego exhausta y tardo el doble. Como ahora. Tengo hambre y estoy cansada y asustada.  No sé por qué cada vez recuerdo con más nitidez mi casa, a mi marido esperándome con su sonrisa llana y sus abrazos cálidos. Tengo ganas de llegar ya. Supongo que la Juliana se dará cuenta si no vuelvo. Es un pueblo pequeño, la gente siempre está al tanto de todo. Sobre todo los viejos, que no tienen nada que hacer y todavía tienen ese sentido de la vecindad que se ha perdido en las ciudades.

        Oigo crujidos de ramas por todas partes. Serán los bichos del campo. Por aquí no debe pasar un alma casi nunca. Seguro que no están acostumbrados a ver gente. Espero que estén tan aterrados como yo y se escondan de mi vista. Lo cierto es que es hermoso todo esto y el paseo se está convirtiendo en una experiencia muy real. Es lo que quería, ¿no? Como cuando lo mandé todo a la mierda para vivir una historia de verdad con Pablo. “Arrepiéntete siempre de lo que no has hecho, no de lo que has hecho”, me digo a mí misma sin mucho convencimiento. Una frase muy bonita y muy complicada de poner en práctica.

        Hace seis meses me encontraba en un momento duro. Pensé que estaba enferma. No sabía muy bien qué era, pero era como si me faltase el aire, como si se me hubiera abierto un boquete en mitad del estómago y me fuera tragando a mí misma poco a poco. El trabajo, la casa, los niños, el marido, la rutina. La bendita rutina de mi vida gris. Entonces apareció Pablo y me mostró una vía alternativa de emociones que creía olvidadas. Fue como si de repente tapara el agujero por el que me estaba muriendo y me llenara de vitalidad. Dejó de importarme todo. Tan sólo quería sentir esa sensación de embriaguez que me llenaba cada vez que me hacía el amor en su apartamento repleto de objetos exóticos traídos de lugares a los que yo siempre quise ir y no pude, de los libros que yo no había escrito y en mi lugar lo hizo él, de la vida que yo había soñado cuando era más joven y que se había transformado en un matrimonio con hijos convencional. Con él, por primera vez en mucho tiempo, el mundo dejó de devorarme y empecé a devorarlo yo.

       Pero, como se suele decir, es peligroso conseguir lo que deseas, adentrarte en caminos tan tentadores. Al final, no todo es como parece y yo no soy la que pretendí ser, sino la que soy. Madre, esposa, trabajadora, una mujer anónima con una vida sencilla y cómoda. Echo de menos a mis hijos, levantarme cada mañana y darles un beso a cambio de sus gruñidos matutinos, despertarme a las ocho los sábados con sus gritos y sus risas, hacer un cocido a toda prisa para bajar a dar un paseo por el barrio y tomarnos el aperitivo en el bar cutre de siempre con los amigos simples de siempre. Y sobre todo, echo de menos los abrazos de mi marido, Juan. Él me recogía cada vez que me caía al suelo y me sentía a salvo…

       Ya casi es de noche. Los pinos se están transformando en figuras espectrales y la probabilidad de tener que pasar la noche al raso es cada vez mayor. El pánico se apodera de mi estómago y voy a vomitar. Quiero volver a casa. Si pudiera encontrar el camino de vuelta al pueblo, a mi vida… Creo que a lo lejos veo unas luces, pero ya no sé si son imaginaciones mías. A pesar de que se me están quedando las piernas entumecidas del frío, me obligo a seguir para averiguarlo. Por fin, ahí está. A lo lejos se ve el pueblo. Ya casi sueño con el baño que me voy a dar en la casa de mis abuelos en cuanto llegue. Fue una suerte conservarla y que nadie suela venir. “No hay mejor lugar para perderse”, me digo.

          Miro el móvil y me sorprendo de que tan sólo haya pasado una hora desde que salí. Estoy dejando atrás el bosque y siento que una parte de mí se ha quedado ahí dentro, pero no la echo de menos. Al contrario, me siento más ligera. Ha vuelto la cobertura y necesito hablar con alguien para decirle que estoy aquí y que estoy viva. Marco automáticamente y no me doy cuenta de a quién estoy llamando hasta que la voz grave y serena de Juan me contesta. “He vuelto”, le digo con un hilo de voz. Él me contesta: “Te estaba esperando”.