miércoles, 1 de febrero de 2012

Un milagro en la mesa


Habría sido muy eficaz. Estaba seguro. Habría podido incluso con los nudos rebeldes de Marinita por las mañanas… si el destino le hubiese llevado a la planta de fabricación de artículos de peluquería en vez de a la de cuberterías. Tenía un cuerpo brillante y espigado, de un acero anodino como cualquiera, pero todo sea dicho, con unas bonitas incrustaciones en oro: dos letras, la S y la T. La S por Susana y la T por Tomás. Se dijo que debía estar orgulloso pues no era un tenedor cualquiera, de los que se usan a diario para pinchar trozos de filete de segunda o vulgares tortillas francesas. Había sido encargado ex profeso para formar parte del ajuar del matrimonio García-Medina y descansar en su estuche junto con los demás componentes del regimiento a la espera cada Navidad de lucirse trinchando pavos, conteniendo sopas de marisco o cortando solomillos. Cada Navidad. Una vez al año. Una vez cada 365 días, a veces cada 366.

Menos mal que Jaime, el pequeño se aprendió pronto el escondite del cajón de los cubiertos y jugaba a hacer música con ellos a la primera de cambio. En esas ocasiones él siempre se las arreglaba para desaparecer bajo el sofá o para ser oportunamente empujado por un zapato al descuido y lo más cerca posible del baño. Desde allí suspiraba con ser un peine de finas púas y recorrer todos los días las melenas femeninas de la casa: la de Susana y por supuesto la de Marinita. Esos cabellos ondulados, de color miel le atraían de una forma irresistible. Envidiaba la colección de peines y cepillos que descansaban en perfecto orden de formación sobre la encimera del baño, siempre dispuestos a convertirse en un sagaz instrumento de tortura o de placer según la mano que los esgrimiese. Pero siempre acababa localizado y convenientemente guardado en su ataúd colectivo de terciopelo azul marino Allí, rodeado de mudos cubiertos a los que tanto les daba que fuera a acabarse el mundo mañana mismo su infelicidad, si es que los tenedores pueden sentirla, crecía un poquito más y se sentía desesperanzado.

Por eso el año que Marinita se empeñó en que pusieran espaguetis en Nochebuena y Susana accedió “a ver si por lo menos come algo, que esta niña se nos muere de hambre” casi no daba crédito. Y cuando en el reparto cayó en manos de la niña decidió creer en los milagros. Nunca en la historia de la cocina hubo unos espaguetis tan bien peinados.

1 comentario:

Nicolás Jarque dijo...

Sara, genial estas aventuras del tenedor enamorado. Que muestra que nos acompañan y tienen sentimientos, como debe ser.

Un abrazo.